Literatura

¿Para qué sirve la literatura?

Una de las cosas más frustrantes, aunque fundamentales, del ser humano es que no podemos entendernos muy bien a nosotros mismos. A menudo, una parte de la mente no tiene una idea clara de lo que le preocupa a la otra, de lo que le angustia o de lo que espera. Cometemos muchos errores debido a nuestra omnipresente ignorancia. 

En este sentido, la literatura puede ayudarnos, ya que en muchos casos nos conoce mejor que nosotros mismos y puede proporcionarnos un relato, más preciso que cualquiera de los que hubiéramos sido capaces, de lo que probablemente esté pasando por nuestra mente. 

Marcel Proust escribió una larga novela sobre algunos personajes aristocráticos y de la alta burguesía que viven en la Francia de principios del siglo XX. Pero hacia el final de su novela, hizo una afirmación notable. 

Su novela no trataba en realidad de esas personas que suenan tan remotas, sino de alguien más cercano, de usted: “En realidad, cada lector es, mientras lee, el lector de su propio yo. 

La obra del escritor no es más que una especie de instrumento óptico que ofrece al lector para permitirle discernir lo que, sin ese libro, quizá nunca habría experimentado en sí mismo. Y el reconocimiento por parte del lector en su propio yo de lo que dice el libro es la prueba de su veracidad”.

En algunas de las mejores obras de la cultura, tenemos la abrumadora impresión de encontrarnos con trozos huérfanos de nosotros mismos, evocados con rara nitidez y tenacidad. 

Podemos preguntarnos cómo es posible que el autor haya podido conocer ciertas cosas profundamente personales de nosotros, ideas que normalmente se fracturan en nuestros torpes dedos cuando intentamos asirlas, pero que aquí se conservan e iluminan perfectamente. 

La escritora inglesa del siglo XX, Virginia Woolf, estaba a menudo enferma. Pero como era una escritora con la misión de aclararnos las emociones, empezó -en un ensayo ejemplar titulado On Being Ill- lamentando lo poco que solemos saber con claridad lo que se siente realmente en la enfermedad. 

Decimos casualmente que no estamos bien, o que nos duele la cabeza, pero carecemos de un vocabulario centrado en la enfermedad. Hay una razón de peso para ello: lo poco que se ha escrito sobre la enfermedad por parte de autores de talento. Como señala Woolf: “El inglés, que puede expresar los pensamientos de Hamlet y la tragedia de Lear, no tiene palabras para el escalofrío y el dolor de cabeza. 

La más simple colegiala, cuando se enamora, tiene a Shakespeare o a Keats para decir lo que piensa por ella; pero si un enfermo intenta describir un dolor de cabeza a un médico, el lenguaje se agota de inmediato”. 

Esa resultó ser una de las grandes tareas de Woolf como exploradora literaria. Puso de manifiesto lo que es estar cansado, a punto de llorar, demasiado débil para abrir un cajón, irritado por una presión en los oídos o acosado por extraños gorgoteos cerca del pecho. Woolf se convirtió en el Colón de la enfermedad.

Un efecto de la lectura de un libro que ha dedicado atención a notar temblores débiles pero vitales, es que, una vez que hemos dejado el volumen y reanudado nuestra propia vida, podemos atender precisamente a las cosas a las que el autor habría respondido si hubiera estado en nuestra compañía. 

Con nuestro nuevo instrumento óptico, estamos preparados para captar y ver con claridad todo tipo de objetos nuevos que flotan en la conciencia. 

Nuestra atención se verá atraída por los matices del cielo, por la mutabilidad de un rostro, por la hipocresía de un amigo o por una tristeza sumergida en una situación que antes ni siquiera sabíamos que podía entristecernos. 

Un libro nos habrá sensibilizado, habrá estimulado nuestras antenas dormidas con la evidencia de su propia sensibilidad desarrollada.

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